En las alturas, emplazada en la sierra del Cuera y con vistas a todo el Valle Bajo de Peñamellera, se encuentra Alevia.
A esta suerte de Villa residencial, a la que llaman la Gema de los Picos, y que fue originariamente poblada por pastores, todo se le dio por partida doble, triple y hasta cuádruple.
Así, fueron un par los hechos que la marcaron, la emigración a América y la explotación de la mina Pilar, cuyo filón de ferromanganeso explotaban ya en el siglo XVI.
También, dos son sus templos, ya que cuenta con una Iglesia, bajo la advocación de San Juan Bautista, con elementos góticos, el arco de triunfo y la pequeña portada, y la Capilla de San Antonio que, aunque reconstruida, está ubicada sobre otra de origen románico.
Y si hay dualidad de santos, las fiestas que celebran son tres, Nuestra Señora del Rosario, San Juan y San Antonio, y entre sus construcciones, rurales y coloniales, coexisten cuatro: palacetes, edificaciones recientes, en ruinas y abandonadas y restauradas.
Además, algunas de sus maravillosas mansiones indianas tienen nombres casi repetidos, la Quinta de Arriba y la Quinta de Abajo.
La primera, como de cuento y de sueños, está cerrada por muro de mampostería y excelente rejería, es de planta rectangular, tres pisos y desván, y esta llena de curvas y ventanas de huecos redondos, siendo para mí lo más llamativo la combinación de materiales, piedra artificial, ladrillo visto y tejas vidriadas de colores en la cubierta de la torre. Cuentan que pinturas de nubes, pájaros y flores abundan en sus techos y paredes.
Tal parece que su arquitecto Marcelino Coquillat y Llofriu, al que el indiano, que hizo fortuna en Cuba con una tienda de abarrotes, José Lizana, contrató para proyectar y dirigir la construcción de esta villa de verano, tenía la influencia de Gaudí, pues es fácil imaginar que su intención era huir de la linea recta.
La Quinta de Abajo, totalmente reformada, fue levantada por otro Lizana e indiano de la Perla de la Antillas, Celestino, pero según dicen ningún parentesco le unía con su vecino de arriba.
Y como únicas, dos especiales, la Torre del Reloj, que vigila todo el Valle, y las vistas desde sus montes que abarcan más de cien kilómetros de la costa Cantábrica, con sus pueblos y sus playas, además de los desfiladeros del Cares y Deva, Los Picos Europa y el Picu Peñamellera.
Y en aquel día de finales de mayo, con las golondrinas, los grillos y las caléndulas florecidas en los bordes de los muros como si no quisieran estorbar, tuve que hacer un esfuerzo para salir del cuento y del sueño.
Maiche Perela Beaumont
Fotografía, Valentín Orejas y Nel Melero
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