BUELLES Y SU SAUCEDA
Por: Maiche Perela Beaumont
Cuando era cría y mi padre nos llevaba a Unquera a merendar corbatas, todavía más que ese pastel de hojaldre en forma de pajarita con capa de azúcar y almendra, me gustaba atravesar el puente que, dejando atrás las galerías acristaladas de las casas de Bustio que se asoman al agua, nos permitía pasar de Asturias a Santander. La sensación de cruzar la frontera representaba para mí una gran emoción.
Y esa agitación del ánimo se acrecentaba si continuamos camino a Panes, ya que a la entrada a Buelles volvíamos a estar de nuevo en el Principado.
Al ir creciendo, perdí entusiasmo por traspasar líneas divisorias reales e imaginarias y lo que me privaba cambió.
Así, y justamente de Buelles, ese pueblo de Peñamellera Baja, lo que ahora me produce emoción, no es su ubicación, en el limite con Cantabria, sino el bosque de sauces que, a orillas del Cares-Deva, comparte con El Mazo y Narganes, declarado Monumento Natural.
No se me ha olvidado que la primera vez que puse los pies en la Sauceda de Buelles, aprovechando una jornada de pesca de reo, me quedé embobada contemplando los sauces cenicientos y de gran porte que se combaban y erguían a merced del viento y sus reflejos en el agua verde y cristalina del río, que éste devolvía como si se tratara de un espejo. También, me dejaron maravillada los cantos del cauce que tenían un color blanco que cegaba. Pero como la suerte del principiante existe, aquel día me depararía muchas más sorpresas que la de los preciosos sauces, de los que hasta entonces solo sabía que les gustaba el agua y su corteza contenía ácido acetilsalicílico, que sirvió de modelo para crear la aspirina. Uno de los que podríamos denominar flash se presentó cuando divisé una garza que, con las patas en el agua, miraba fijamente el río como si la vida le fuera ello. Otro flash destelló al observar una bandada de aviones zapadores, tan semejantes a las golondrinas y recién llegados de África, que comían volando muy bajo sobre la superficie del agua.
Y el último flash, la impresión más fuerte, que me dejó congelada, y no por el frío, aunque la temperatura ya empezaba a bajar, fue la aparición de un corzo que al darse cuenta de mi presencia realizó un quiebro y corrió talud arriba. ¡Lo que hubiera dado por encontrarme con una nutria o algún martín pescador!.
Y este recuerdo, que evoco casi como un sueño, me acompañó cuando hace pocos días realizando una visita a Buelles, después de reparar en su Iglesia Barroca, bajo la advocación de San Andrés, su conjunto palacial y la casa de Florencio Milera, un edificio que llama la atención por su aspecto eminente urbano, subí a lo alto del pueblo desde donde se puede ver la más hermosa vega fluvial, la del Cares-Deva.
Fotografía: Valentón Orejas y Nel Melero