Hoy, al amanecer, Llanes estaba sumido en una espesa bruma, similar a aquellas que antiguamente aprovechaban los piratas para desembarcar y saquear los pueblos del litoral. Por lo tanto, decidimos poner tierra de por medio.
Sin rumbo, al tun tun, llegamos a las cercanías de Panes, y al ver que el sol iluminaba la torre angular del Palacio del Collado de Cimiano, nos faltó tiempo para acercarnos a esa aldea de Peñamellera Baja.
Y si la magnífica edificación de origen barroco, cuya reforma en el siglo XX le dio un aspecto típico de la arquitectura montañesa, llama la atención en la parte alta de ese pueblo de la parroquia de Panes, en la parte baja sorprende otro palacio, reconvertido en un hotel, conocido como El Cierrón de la Condesa o la Abadiega, formado por dos espectaculares cuerpos cúbicos unidos por tres arcadas, destacando en los pisos de arriba sendos escudos de armas.
Dejando atrás el palacio, y sin poder quitar los ojos de los frescos racimos de flores lilas de las glicinas que, desbordados como si quisieran ocuparlo todo, no tenían nada que envidiar a aquellos que pintó Monet sobre su estanque de Giverny, seguimos una señal que indicaba: ermita.
A su encuentro, atravesamos el pueblo, disfrutando de las golondrinas, que volaban como si el cielo tuviera esquinas, y reparando en las casas de mampostería vista con sus aleros muy volados y galerías de madera trabajada, pero sin rastro del templo anunciado.
Aunque recelosos ante el temor de habernos perdido, continuamos el camino entre muros de piedra seca con los bordes orlados de narcisos de un amarillo pálido, jacintos ramosos azules y glorias de las nieves, y de pronto en una pradería, constelada de margaritas blancas y púrpuras, tras un puente sobre un arroyo y entre árboles altos, elegantes y tiesos como velas, se asomó la sencilla ermita de Espioña.
A pesar de estar muy remozada, sugiere su origen románico la casi ausencia de adornos, no faltándole saeteras, canecillos y una llamativa espadaña.Y tampoco una leyenda, que cuenta que un marino extranjero, que había remontado aguas arriba el Deva, se sirvió de un árbol de las inmediaciones de la ermita para reparar su nave, y que más tarde, estando a merced de una tempestad, invocó a la virgen de Espioña, la cual hizo el milagro, dando lugar a que una reproducción de aquel barco se colocara bajo el arco triunfal.
Mientras el fotógrafo estaba a lo suyo, me senté en uno de los bancos ubicados en un lateral de la capilla, y percibí tanta tranquilidad y quietud, tanto sosiego y silencio, que tal parecía que todo hubiera perdido el conocimiento, incluso yo.
Al volver en mí y fijarme en otro cartel que indicaba: “el bosque del Argayo”, recordé haber leído que siguiendo el curso del arroyo por un sendero, antiguo camino de carreteros, se entra en esa mancha boscosa, la mayor de Peñallemera Baja, en la que abundan los robles, castaños, fresnos y arces, además de ser refugio de corzos, zorros y azores.
La falta de tiempo y el barro nos impidieron recorrer ese bosque de nombre tan indicativo, así que su descripción, si soy capaz, la dejaré para otra ocasión.
Sentimos abandonar Cimiano, y lo hicimos como el Espioña, ese aprendiz de río que da nombre a la ermita, bajando hasta la vega de la Paraína y con la mirada fija en el Cares-Deva.
Por: Maiche Perela Beaumont
Fotografía, Valentín Orejas y Nel Melero
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