Desde la envidiable ubicación de la aldea de Cavandi, en una mañana de otoño, con el sol tan bajo que parecía que ya era por la tarde, me llamaron la atención unas casas sobre la verde ladera este del pico Peñamellera, esa suerte de mojón que separa y bautiza a los dos concejos.
Me faltó tiempo para enterarme de que aquellas edificaciones de buena piedra y aspecto señorial pertenecían al pueblo de Bores.
Así que, en cuanto tuvimos ocasión, cruzamos el rio Deva, atravesamos Robriguero, al pie de la peña de su mismo nombre, y siguiendo carretera arriba, con el Cares cada vez más diminuto al fondo del valle y el picu Peñamellera cada vez más grande y más cerca, llegamos a ese pueblo de la parroquia de Tobes.
A la altura de la Capilla, dedicada a Santa Catalina y pintada de un amarillo que la ilumina, bajamos del coche y continuamos a pie entre casas con corredores llenos de gracia, vistosas caléndulas color albaricoque y el Peñamellera omnipresente, hasta el barrio de Orejuz, uno de los tres que forman el pueblo.
Al llegar un poco jadeantes, nos detuvimos en una pequeña plaza con un agradable olor a leña y un intenso aroma a manzanas, que se encontraban amontonadas en sacos.
Una vez recobrado el aliento, nos dejó descolocados una construcción de enorme porte enclavada en una gran finca, que cuenta con torre, patio interior y capilla adosada, y que parecía que, al menos la cubierta, estaba siendo rehabilitada.
Mientras nos fijábamos en la sobria portada adindelada y en las saeteras, se nos acercó una señora tocada con un simpático sombrerín y nos contó que se trataba del Palacio de Bores y que se había vendido hacía unos años. Añadió Isabel, que así se llama la afable vecina, a la no se le echan ni por aproximación los años que tiene, que poco a poco los nuevos dueños iban haciendo obras.
Se le notaba a Isabel, como a otras dos simpáticas vecinas que encontramos más arriba, y que nos señalaron donde estaba la cocina del Palacio y el horno de pan, cuya bóveda sobresalía de la pared exterior, que están ilusionadas con ver restaurado el Palacio.
Tras la agradable charla, seguimos ascendiendo,y una vez desdibujada la carretera, tomamos una senda entre hermosos pastizales y, además de ganado, pudimos ver volando a los poco sociables arrendajos, que siempre se mantienen a distancia, inconfundibles con sus alas azul turquesa y su reclamo ronco y estridente.
Nos dimos la vuelta, debido a lo avanzado de la hora, mucho antes de lo que queríamos, pero sin dejar de hacer planes para volver a Bores y acercarnos más a ese pico de aristas tan marcadas que protege y domina a las dos Peñamelleras.
Y hasta entonces, para guardarlo, lo escribo.
Maiche Perela Beaumont
Fotografía: Valentín Orejas y Nel Melero
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