Era un día soleado de invierno, cuando en compañía de Nel Melero, «el fotógrafo oficial de las Peñamelleras y de sus gentes», decidimos visitar Cáraves.
Mientras subíamos a ese pueblo por la empinada carretera que se toma al final de Trescares -que sigue con su iglesia cerrada al culto sin que nadie le ponga remedio- no se me quitaban de la cabeza, la cual me gustaría tener más en su sitio para expresarme mejor, las colmenas de velutinas, como una suerte de nidos de papel maché, que habíamos visto por el camino en las ramas altas de los árboles, y que desde que en el año 2004 llegaron en un barco a Europa no han dejado de expandirse sin descanso.
Una vez en Cáraves te percatas de que está dividido en dos barrios, a la derecha según llegas, y conocido como la Voleta, se encuentra la Iglesia de Santa María Magdalena, que tiene una pequeña estancia que hace funciones de sacristía, y un poco más arriba llaman la atención los restos de una capilla, bajo la advocación de San Emeterio, en la que se adivina que fue de buena construcción y tuvo bellos frescos.
Después, camino al otro barrio, columbrando las inconfundibles siluetas de los buitres volando en círculos sin batir las alas, Nel me fue señalando refugios que podrían ser de lirones caretos: árboles añosos, roqueros y sobre todo construcciones viejas, donde ese “dormilón con antifaz” se reguarda para entrar en un profundo sueño. ¡Hibernar! ¡Qué arreglo!.
Y ya en Higares, como se llama esa otra parte de Cáraves, conocimos a Tere y a su hermana Finita, dos de los nueve vecinos con que cuenta el pueblo en la actualidad, y que amablemente nos dieron a probar, al reparar en nuestra curiosidad, unos pequeños frutos anaranjados envueltos como en farolillos chinos, que resultaron ser Physalis, arbusto originario de América del sur, especialmente del Perú, que se está poniendo de moda para repostería.
A la bajada de ese pueblo del Concejo de Peñamellera Alta, tan definido por sus accidentes geográficos, con los ojos en las extraordinarias vistas al río Cares, al que no te cansas nunca de mirar, y en los pueblos de Trescares y Mier, y los oídos en la agradable música que siempre lleva Nel en el coche, me di cuenta de cuánto me gustaba este invierno del norte, con las umbrías todavía blancas, a pesar de ser más de mediodía, y el aliento como si fuera humo.
Y me sorprendí pensando que no hay lugar mejor para vivir que el Oriente de Asturias.
.